Más Allá del 75: La necesidad de un Estado laico

>> martes, 24 de mayo de 2011


Las personas cambian, las sociedades cambian y el mundo cambia. Esta es, me atrevo a afirmar, una verdad absoluta. Los Estados deberían buscar, por lo tanto, el mismo dinamismo, de manera que respondan a las necesidades reales de la población. Deberían, a ese propósito, mantener alejada la influencia de instituciones que son renuentes al cambio.
La Iglesia Católica se ha establecido como un consejero de hecho para los Poderes de nuestra República, y ha logrado, más allá de ser reconocida como religión estatal, tener una fuerte voz en relación con los asuntos que atañen a nuestro país, y de cómo el Estado debe manejar sus políticas. Muy a mi pesar, se ha disipado de la actualidad nacional el debate sobre si se debe mantener el carácter confesional del Estado costarricense. Es, a mi parecer, un tema que debería tratarse con más profundidad, ya que sería beneficioso para nuestra sociedad que Estado se aparte de la influencia de los intereses de una religión.

La intervención de la Iglesia en nuestro país es tanto expresa como tácita. Aunque la Constitución Política, en su artículo 75, establece la libertad de culto, de alguna manera coarta la libertad de los ciudadanos de escoger libremente sus creencias, dándole una legitimidad a la religión Católica, Apostólica y Romana al establecerla como la religión del Estado.
La libertad religiosa engloba dos libertades: la de escoger la creencia que desee, y la de profesarla públicamente sin coerción. El artículo 75 protege la segunda, pero al oficializar una religión por sobre las demás, debilita la libertad de las personas de elegir sus creencias sin presión externa. ¿Cómo se puede decir que se respeta el derecho a elegir una creencia libremente si, por ejemplo, en las escuelas y colegios públicos se enseña la religión católica como verdadera?
Parece ridículo, además, que el Estado contribuya con el mantenimiento de la Iglesia Católica, considerada la institución más rica del planeta, y es igualmente ridículo que todos los ciudadanos costarricenses paguen con sus impuestos esta contribución. ¿Por qué debe alguien contribuir al mantenimiento de una Iglesia de la cual no forma parte?
De igual manera, la Iglesia tiene influencia de maneras menos expresas. Para nombrar un caso, el Ministerio de Educación Pública ha intentado desde la década de los 90, impulsar una nueva educación sexual con guías actualizadas a ese propósito. Este esfuerzo se ha visto frustrado por las intervenciones de la Iglesia, la cual, según Monseñor Hugo Barrantes, tiene la “responsabilidad y obligación” de enseñar a la gente “el significado del sexo”. ¿Son acaso los sacerdotes católicos los más calificados para educar a los futuros ciudadanos sobre sexualidad? ¿Será positivo enseñar a los jóvenes, por ejemplo, que el uso del preservativo es pecado, en un mundo en el que el SIDA y otras enfermedades de transmisión sexual representan un peligro tan latente?
La Iglesia ha influido, como producto de esta unión con el Estado, al punto en el que, lastimosamente, ha consentido violaciones de Derechos Humanos. El año pasado, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtió al país que la prohibición que mantiene desde hace 11 años a la fecundación in vitro es violatoria de los Derechos de sus ciudadanos. A la fecha en la que se publica esta columna, ha sido imposible permitir este procedimiento y cesar esta violación, en parte porque la Iglesia ha manifestado su oposición al proyecto, cohibiendo el apoyo de muchos legisladores al mismo.
Esta actitud de poseedores de la verdad absoluta y de no reconocimiento a otras creencias y otros puntos de vista, que en tiempos medievales le sirvió a la Iglesia Católica para monopolizar el conocimiento, es la que ahora le impide modernizarse y le hace perder adeptos por miles. Es por actitudes como esta que es necesario mantener a esta institución lo más alejada posible de los asuntos estatales.
No quiero que se malinterpreten mis comentarios, estoy consciente de que la Iglesia ha tenido sus aspectos positivos y ha contribuido de muchas maneras en la formación y el desarrollo de la sociedad en la que vivimos actualmente. No obstante, esto no implica que la misma deba tener un papel importante en la formulación de las políticas de nuestro país.
Es importante que no se malentienda el esfuerzo por establecer un Estado laico como un intento de destruir a la Iglesia ni de rechazar todos sus preceptos. La separación no implica oposición. Lo que sí implica la separación es que las decisiones respecto a los temas polémicos (educación sexual, fecundación in vitro, aborto, eutanasia, etc.) y de interés nacional se tomen con miras al bienestar de la sociedad, y basadas en el respeto a los Derechos Humanos, no en preceptos religiosos que son totalmente subjetivos y que deben ser importantes solo para quien los adopte voluntariamente.
Finalmente, es importante aclarar que para lograr el laicismo del Estado costarricense se requiere más que la simple formalidad de modificar los artículos 75 y 194 de la Constitución. Es necesario un cambio en la mentalidad del costarricense, que debe entender que hay otras creencias más allá de las propias. El costarricense debe entender que no puede ni debe imponer sus puntos de vista a los demás. El costarricense debe entender que la religión no tiene cabida en todos los aspectos de la vida. El costarricense debe entender que laico no es sinónimo de ateo, ni de antirreligioso, ni de satánico.
Como bien lo admiten las autoridades religiosas, la Iglesia es imperfecta pues la componen seres humanos. A mi parecer, tenemos suficientes problemas para lidiar con la imperfección de nuestro Estado, como para agravarlo con las imposiciones de otra institución igualmente imperfecta.
Publicado en Desde la U! el 4 de Mayo de 2011.

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